Copenhague por Fernando Aramburu

 

Por imperativos de la trama, el escritor Raúl Guerra Garrido tituló uno de sus cuentos “Copenhague no existe”. Va de un maduro que, tras perder a su mujer y sus hijos, trata de rehacer su vida lo mismo que la España de su tiempo trataba de enderezar la suya al término de aquel periodo largo denominado franquismo. El caso es que Copenhague sí existe y no solo en la novela de Guerra Garrido, autor de mérito de quien uno cree que debería recibir mayor atención.

Pero a lo que iba. Es una lástima no haber sido contemporáneo de fray Luis de León. Debido a esta circunstancia, nunca pude referirle al venerable agustino que no es precisa la reclusión estricta en lugar campestre para huir del mundanal ruido; que esta opción es factible en poblaciones donde, a causa de algún truco de magia educativa, se tiene por norma la urbanidad. Le contaría que mis ojos vieron tan grata cosa en una ciudad del reino de Dinamarca llamada Copenhague, a donde, a diferencia del personaje de Guerra Garrido, solo me llevó la expectativa modesta de disfrutar del a tranquilidad y el frío.

No todo ha de ser playa abarrotada y barahúnda festiva. ¡Qué hermosa y sanadora idea pasar alguna vez en la vida unos días de asueto entre gentes apacibles! Unos días en los que no se le clavan a uno en los tímpanos ninguna conversación a gritos, ningún bocinazo de conductor pulguillas ni el carraspeo estruendoso de una motocicleta a las tres de la madrugada. Leí, por si acaso, unas instrucciones para moverme por la tranquila Copenhague. Supe que no se estila la propina, ya incluida en el precio, y que se aprecia más la gratitud que la moneda en el platillo. Conocí el hygge, que es gozar de la felicidad cotidiana en una atmósfera caldeada, con luz de velas, en  agradable intimidad. Fuera, en la calle, había banderas solidarias de Ucrania ya que para bien o para mal, el mundo también existe.

El País, 19 de abril de 2022.

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